Pues como sugieren nuestros vecinos portugueses, habría que dejarse de tonterías campanilistas y de todas esas elucubraciones acerca de si la nación es eso o lo otro o lo más allá, y permitirnos disfrutar en paz de las maravillas que custodia el subcontinente ibérico. A mí, que estoy estranjera en España, la verdad me da bastante igual todo ese tema que invadió literalmente el debate político durante tantos meses sin dejar espacio para nada más que no fuese estatut...puf! Por suerte ya no es actualidad (lo avaló con su voto el 20% de los catalanes, y eso ya sirve para que no nos hinchen más las pelotas) y podemos dedicarnos a temas mucho más cruciales. Aunque me siga asombrando la tranquilidad con la que en este rincón del mundo se usa la palabra nacionalismo y no pueda dejar de llamarme la atención la cantidad de banderas que asoman por todas partes, no quiero dar a semejantes argumentos más espacio del que ya se le dedica (y que sinceramente me parece excesivo). Es más, quiero reequilibrar la balanza y retomar conceptos tal vez un poco en desuso por aquí como por ejemplo el de internacionalismo y sus derivados más tímidos, más modestos.
Y así volvemos a los amigos portugueses que, en el pleno del entusiasmo que la boda de gente querida genera en su entorno, nos dicen ¿por qué tantas divisiones hermanos? ¿Por qué esas fronteras que dividen en vez que unir? Pues estoy de acuerdo, amigos portugueses, uno mi voz a la de ustedes y le grito al mundo: ¡Quiero conocer todas las 365 maneras de preparar el bacalao! ¡Quiero que todos los bares de Gracia pongan de tapa japuta frita! ¡Quiero que el café valga 35 céntimos y al mismo tiempo esté bueno y el camarero además te sonría! ¿Es mucho pedir?
Igual sí lo es. Paese che vai, etc. A cada lugar, sus características; no nos gustaría nada vivir en un mundo donde cada sitio se pareciera a todos los demás. Peroooo... la mazamorra y el salmorejo, ¿eso por lo menos me lo conceden?
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¡Viva España coññññño!
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(ahí va, ya lo he dicho)
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